viernes, febrero 06, 2009

Tierra de tigres


Ella ahora es una tigresita.
Corre y salta en la selva del jardín.
Hoy volvió a pasar uno ofreciendo su servicio para desmalezar el frente de la casa. Me costó explicarle que los tigres preferimos las cañas de bambú, las enredaderas salvajes, los yuyos tenaces. Creo que no entendió mi negativa. Tiene un kiosco minimalista a la vuelta de la plaza y una motoguadaña para aguantar la crisis financiera.
Con Morena procuramos nuestra comida entre las hierbas. Mejor si arrancamos hasta la raíz y obtenemos un pan de tierra.
Hoy me enseñó a poner tierra sobre los dolores.
- Alivia –me dijo y la esparcía con un dedito sobre mi mano.
Tal vez en ese momento mi viejo se untaba la zona de los intestinos con arcilla y ceniza de volcán. Está tratando de sacarse la radioactividad que los rayos X dejaron en su cuerpo.
Los separan 75 años que son absorbidos en un instante por la arena cósmica.
Están cruzados por el sustento de nuestros días.
La tierra los junta.
La pacha los teje.
Caminar descalzo es terapéutico.
La tierra cura. Da vida. Y nos cubre en la muerte.

domingo, febrero 01, 2009

una isla (2)


Todo el día miraba el mar. Imagino que sus ojos se teñían con la paleta de las olas. Desde la misma mesa en la galería de la Posada, frente al tubo de tergopol que contenía una nueva cerveza helada, ela olhaba. Pero nunca se acercaba a la playa. Jamás puso sus blancos pies en la arena mojada. Apenas unas gotitas saladas salpicaron su cuerpo en el barco que la trajo a la isla. La vista clavada en las barcazas de colores que partían con redes vacías y regresaban llenas de peces y mariscos. La Dona misteriosa era una ballena encallada en su propia abulia. La que contagiaba a su hijo en gritos histéricos sólo amortiguados por el peso de la cerveza en la lengua y la indiferencia dolida del chico.
Hubiera querido meterla a la fuerza en el agua verde del atlántico.
O manguerearla impúdicamente como a un elefante en el zoo.
Recuerdo escucharla cantar bajo la ducha esa mezcla de ranchera y bolero que bailan repetidamente los gauchos del sur de brasil. El peso de sus tetas cayendo hasta el ombligo, la flacidez de sus gambas al ajillo del sol, las palmas de las manos abiertas bajo la lluvia del baño.
¿Porque me contagia su melancolía carioca?
¿Por qué la tristeza de una madre brasilera enturbia mis vacancias en la isla?
Ya conozco la leyenda del caracol. Ya sé que estoy condenado a llevar mis fantasmas en la mochila.
Pero esa señora, con su hijo a cuestas, bajando al infierno diario, en un paraíso natural, no me deja respirar la sal de los días. Y me deja varado en la costa, cronicando la decadencia, contra viento y marea, en una playa desierta.