jueves, agosto 06, 2009

diario de cura - episodio 2


A Buenos Aires se entra por retiro.
Después de kilómetros de vidas ajustadas al devenir multiplicador del progreso urbano.
El arte del anonimato se conquista cuando dejas de mirar con extrañeza.
Pero, entonces, tenía los ojos atiborrados de especimenes en trance, de asimetrías sociales, de técnicas para el consumo.
Así llegué a Caballito. A esas horas previas al show. La ansiedad tensando los gestos ante lo inaudito. Ahora siento que eso se repitió en cada uno de los innumerables recitales a los que fui, cargados de ese miedo que anticipa el éxtasis y la agonía.
Faltaban dos cuadras para llegar al vallado y el aire se movía densamente produciendo una marea de sonidos que olían a pólvora, sudor y drogas.
Cuerpos rotos. Danza rota.
Cuando atravesamos la última esquina la agitación crecía en los gritos con un lenguaje signado por el pánico y la ignorancia.
El hermano de mi amigo empezó correr. Lo seguimos sintiendo las culebras que reptaban al son de las sirenas y los golpes secos de las brigadas pro-disturbios.
Había palos y piedras. Gases y lágrimas.
Big Brother trepaba por una de las esquinas del estadio. Lo seguimos. ¿Dónde íbamos a quedarnos? Sólo se podía pensar en entrar. Ahí tocaba The Cure.
Subimos mordiendo con las zapatillas la pared hasta salir debajo de las gradas. Pasamos entre los tablones y vimos el paraíso en llamas. Frente al escenario de negro estoico, el campo era una corrida de fuleros toros. Hordas de punkis, darkis y heavis corriendo a los tipos de seguridad, vestidos de blanco delator. Los pateaban en el césped. También ví como le daban a un perro. Pero había que entrar. En cualquier minuto iba empezar el show.
Pisamos la gramilla y nos perdimos entre una masa oscura unida por la sensación de que estábamos en una epopeya surrealista. Un sueño encantador y atroz.

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